29.9.06
VIEJOS AMIGOS
Reviso mi antigua agenda telefónica, de papel, donde están escritos los números de los amigos y los conocidos y los familiares, y me quedo pegado en el viejo tema de la amistad.
¿Con quiénes de mis amigos me estoy viendo a menudo?
¿A cuáles no necesito ver con frecuencia y seguir de todas formas conectado?
¿Quiénes se van difuminando en el camino, convirtiéndose más que en amigos en viejos conocidos con los cuales vamos teniendo menos de qué conversar?
¿Cuántos de ellos entrarán en la categoría de inolvidables y tendrán derecho a una manilla en el ataúd el día en que la Pelada nos convoque?
Uno podría formular cincuenta preguntas respecto de los amigos que ha tenido en la vida; de las vueltas de tuerca, los desencuentros y los distintos ánimos con que vamos enfrentando las nuevas etapas del camino, y aún así quedaría mucho por dilucidar.
¿Cuál es la medida justa para poder afirmar que uno es amigo de otro y no sufrir la decepción cuando esperamos de ellos una dosis de cariño superior a la recibida?
¿Es gratuita la amistad, o es en un porcentaje casi absoluto voluntad, tiempo y dedicación?
¿Podemos aspirar a algo más que a amistades que van y vienen según el viento que vaya soplando y el puerto al cual nos vamos arrimando?
Conozco gente que viene de vuelta en el tema, que no parece dispuesta a escribir en su agenda nuevos nombres porque no aspira a encontrarse con nadie que lo modifique, pero aún así la vida probablemente se ocupe de sorprendernos y nos alargue una lienza cuando menos la esperamos.
No hace demasiado tiempo, tomé café con una estudiante de periodismo a la que conocí el año pasado. Apenas la he visto dos veces, pero puedo decir que la estimo, y que no me da lo mismo qué le suceda en la vida.
No somos amigos, pero vaya uno a saber si eso no ocurrirá nunca. Somos, sí, cómplices en nuestra afición por los viejos. Y las amistades fraguan entre otras cosas cuando la complicidad se instala en la mesa.
Días después de esa mañana en que tomamos café, ella me hizo llegar un e-mail en donde explicaba su gusto por los viejos en medio de una cultura que los desprecia y los desecha:
"Pasé la infancia rodeada de ellos. Mi abuelo me llevaba a ver los trenes, mi abuela plantaba frutillas en pequeñas macetas que siempre eran para mí, una tía bisabuela se daba el trabajo de pasarme las uvas peladas. Los viejos son sobrevivientes de la vida. No se rindieron y siguieron adelante pese a los terremotos, los cataclismos y los naufragios. Los viejos saben mejor que nadie que nada es eterno".
Entre los viejos conocidos de mi amiga, que se llama Ximena, había en Viña del Mar un viejo escritor, un viejo poeta, Luis Fuentealba, autor del poema El caballo rojo. Ximena lo había conocido en la calle Valparaíso mirando las palomas. Alto, feo, solo y flaco. Así se describía él mismo. Instalado junto a ella en su departamento de un ambiente en la población Las Siete Hermanas, Fuentealba dejaba de ser un viejo taciturno para convertirse en un mago que iba sacando de pequeñas cajas un montón de recortes, fotos y libros:
"Viejos libros bautizados con vino tinto, fotografías en blanco y negro junto a Jorge Teillier, Braulio Arenas y Teófilo Cid. Ahí estaba él: el más alto, el más flaco, autor del poema El caballo rojo por el que lo conocían los parroquianos del bar Moneda de Oro".
El viejo Fuentealba dejó su vida en un poema inencontrable, en las cañas compartidas con los amigos del bar y en una caja llena de recuerdos.
Los amigos, mis amigos, cómplices irreemplazables, ¿quedarán en el medio de la nada, sostenidos en una palabra o dentro de una fotografía?
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